14 de Abril de 2023

Pautas para seguir ante una rabieta

Los desafíos a los que se enfrenta el preescolar consisten en no aceptar los límites y, al mismo tiempo, mantener su sentido de autonomía; la prevalencia de los impulsos agresivos y la interacción con un círculo cada vez más amplio de adultos y compañeros.

El preescolar experimenta sentimientos de todo tipo hacia sus padres: amor intenso, celos, resentimiento y miedo a que sus sentimientos negativos puedan provocar que lo abandonen. Sobre los tres años el niño es cada vez más consciente de la relación de pareja de sus padres y expresa al mismo tiempo deseo amoroso y hostilidad hacia el progenitor del otro sexo, al tiempo que rivaliza con el de su propio sexo (complejo de Edipo). Si los padres actúan de forma correcta, marcarán los límites a su hijo y el niño irá interiorizando su lugar y función dentro de la familia: la relación de sus padres y su lugar como hijo. Se identificará de forma positiva con el progenitor, y por extensión, con los compañeros de su mismo sexo, y construirá su identidad sexual, que se consolidará de forma definitiva durante la adolescencia.

Este remolino de emociones supera, con mucho, la capacidad del niño para expresarlas o analizarlas. En esta etapa no tolera las frustraciones ni tiene madurez neurológica suficiente para controlar sus impulsos, y se da cuenta de que puede influir en aquellos que le rodean con su conducta. Para muchos padres puede resultar difícil comprender a su hijo preescolar, porque sufre cambios rápidos que pueden desconcertar, cambios necesarios y normales en un correcto desarrollo hacia la autonomía y la madurez: de la dependencia total del lactante a una independencia desafiante; del desamparo al uso de un lenguaje sofisticado, y de la alegría en la rabia incontrolada.

En esta etapa, los límites para el comportamiento son predominantemente externos (normas impuestas por los padres, cuidadores o maestros). El niño pone a prueba estos límites para aprender a conocer los comportamientos que resultan aceptables y también para saber hasta dónde llega su poder sobre los adultos importantes para él (normalmente los padres). Esto se ve reflejado, sobre todo, cuando quiere llamar la atención de forma excepcional, incluso de forma negativa, o cuando los límites son inconstantes. Un ejemplo típico es el niño que no come en casa, pero sí que lo hace sin problemas en la guardería.

La oposición, el negativismo y las rabietas son manifestaciones normales en esta etapa del desarrollo. A través de una correcta disciplina, el niño aprenderá a funcionar como miembro de la sociedad y a alcanzar los mecanismos necesarios para autocontrolarse. El mal genio y la ira que manifiesta el niño surgen cuando no puede conseguir lo que desea en el momento en que lo desea. La incapacidad del pequeño para controlar algún aspecto del mundo externo, (p.ej.: lo que se puede comprar o el momento en que se puede salir a pasear) suele provocar la pérdida del control interno y que tenga rabietas. El miedo, el cansancio excesivo o el malestar físico también pueden provocarlo. Cuando están reforzadas por recompensas intermitentes, como ocurre cuando los padres acceden ocasionalmente a las demandas del niño, las rabietas pueden convertirse en una estrategia del pequeño para ejercer el control. Es necesario que los padres inculquen al niño gradualmente la existencia de límites a la satisfacción inmediata de sus necesidades, y éste se dará cuenta poco a poco de lo que es aceptable y de lo que no lo es. De la misma manera que le dicen lo que no debe hacer, es importante que le transmitan lo que sí está permitido.

Las rabietas suelen empezar al final del primer año de vida y son más frecuentes a partir de los dos años, cuando ya sabe la diferencia entre el sí y el no. En esta edad no hay sentimiento de culpabilidad por hacer algo malo y, por tanto, no es adecuado pensar que el niño es desobediente. A los tres años no tiene tampoco la sensación de culpa, pero aparece el afán de agradar al adulto debido a su dependencia. Hasta los 6-7 años no se desarrolla un verdadero conocimiento de lo que está bien y lo que está mal.

 

Pautas para seguir ante una rabieta
  • Qué hacer:
    • Enseñar al niño a expresar sus sentimientos.
    • Comprender al niño teniendo en cuenta que no tiene los mecanismos necesarios para resolver la situación.
    • Distraerlo y anticiparse a posibles ataques de mal genio. La distracción debe hacerse discretamente, si no el niño puede aprender a amenazar enrabietándose para obtener aún más atención.
    • Retirarle la atención cuando tenga el berrinche, ya que si no hay “público” pierde el sentido. Es conveniente vigilar que el niño no pueda dañarse.
    • Elogiar y recompensar al niño cuando tenga un comportamiento adecuado.
    • Organizar el entorno en función de sus necesidades y enseñarle hábitos mediante rutinas en las actividades.
    • Plantear situaciones en las que pueda escoger de acuerdo con sus capacidades.
    • Establecer límites claros, coherentes y razonables respecto a su forma de actuar.
  • Qué no se debe hacer:
    • Dejarse chantajear, es decir, ceder para tener tranquilidad, lo que supondrá dejar el problema para más adelante.
    • Avisarle repetidamente cuando no nos hace caso. Si se hace una advertencia es mejor cumplirla y así tendrá sentido para el niño.
    • Ser incoherente en el comportamiento. Cuando se establecen diferentes patrones de conducta para el niño, éste no estará seguro de lo que se espera de él y tenderá a no hacer caso a ninguno de los dos o se aferrará a aquél que le resulte más indulgente.
    • Poner en cuestión el amor del niño en función de su comportamiento, ya que puede afectar a su autoestima. En definitiva, lo que se pretende es que el niño aprenda a hacer lo correcto y que lo haga en un ambiente donde se sienta amado y seguro.

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